LA NIÑA QUE APRENDIO A REIR
Hay muchas personas que no saben reír, les cuesta hacerlo o simplemente no tienen motivos para ello. La niña de nuestra historia tenía pocos motivos para reír, por eso nunca aprendió a hacerlo.
Por las mañanas iba a la escuela como todos los niños, pero luego a ella no la recogía nadie, sino que volvía siempre sola y tampoco volvía a su casa a disfrutar de su merienda y a jugar con sus muñecas, aquella niña se iba a un taller metalúrgico y taladraba medallas con una maquina de varias toneladas que a veces casi le aplastaba sus deditos. En aquella época el trabajo de los niños no estaba prohibido y si lo estaba nadie decía nada.
Por la noche volvía a su casa sola, y tampoco nadie la acompañaba a no ser el dolor de espalda de aquel cuerpecito aun no desarrollado que tenia que soportar un trabajo demasiado pesado.
Llegaba a su casa y cenaba una sopa de sobre y un huevo frito, mientras escuchaba los lamentos de su madre, los reproches , los gritos, mala hija, no vales lo que me cuestas, eres como tu padre, un vago, un criminal, eres mala, eres como él.
El padre de la niña era un miembro de un clan de la mafia, un contrabandista, un hombre malo, que con el tiempo también a ellas las abandonó.
La niña cenaba en silencio, escuchando los monólogos de la madre y luego se encerraba en su cuarto, intentando estudiar, a la niña le gustaba estudiar, eso le hacia olvidar su mundo y adentrarse en otros.
Cuando por fin se metía en la cama le costaba dormir, y empezaba a llorar, lloraba y lloraba hasta que no le quedaban lagrimas y luego rezaba, Oh Dios del universo, líbrame de esta situación, hazme crecer rápido, para que pueda irme de aquí, sálvame pues solo en tus manos está mi salvación.
Y había una voz que la decía: Ten paciencia, después de la dificultad viene la facilidad. Y escuchando esa voz tranquilizadora la niña se dormía.
Pero todo aquello que soportaba durante la semana no era nada al lado de lo que pasaba los sábados y domingos, los sábados y domingos venia aquel señor, entonces la cara de la madre se iluminaba, le cambiaba el carácter, ya no había de comer sopas de sobre ni huevos fritos, sino ricos manjares que aunque la madre no podía permitírselos los hacia para obsequiar a aquel señor, la niña podía comer, claro, pero el sabor de aquellos manjares se le antojaba clavos ardientes que le perforaban el estomago sabiendo lo que vendría después.
Cuando la madre no estaba o no miraba, el señor aquel le hacia a la niña unas cosas repugnantes que a la niña la hacían sentir asco de si misma, y si se lo contaba a la madre, ésta nunca la creía, la decía que era mala, que era mentirosa, que era como su padre.
Y por las noches volvía a llorar y volvía a rezar, esperando escuchar aquella voz, pero era otra voz muy distinta la que le decía: Termina de una vez, es muy fácil, encarámate a la ventana, salta, será muy rápido. Y la niña sacaba su pequeño cuerpo por la ventana, se sentaba en el alfeizar y miraba para abajo, si, realmente era muy fácil, luego miraba para arriba y veía el firmamento plagado de estrellas y se sentía pequeña, muy pequeña y se decía: Oh Dios del universo, quien soy yo para cambiar tus designios sino la mas pequeña e insignificante de tus criaturas. Oh Dios del universo, concédeme la paciencia y guíame al camino recto.
Luego recordaba la otra voz, después de la dificultad viene la facilidad, y volvía a entrar a dormir en su cama.
Y la niña tuvo paciencia, paso largos años rezando, llorando y encaramándose a la ventana, luchando entre saltar o quedarse simplemente allí, contemplando en el firmamento la grandeza del Dios del universo, y esperando, aun no sabia el que, pero deseando encontrar aquello que por fin la salvara de la maldad del mundo y del vacío de si misma.
Y llegó el día en que vino por fin la facilidad, el día en que al fin la niña que ya era mujer tuvo el consuelo, la paz y la recompensa, pues Allah, el Dios de universo le concedió la guía, el refugio, la paz y el consuelo. Le dio el inmenso regalo del Islam.
Y aquella niña, ahora mujer, se postró y dijo: Oh Dios del universo, que pocas fueron mis dificultades, que breve fue mi pena, que ligera mi carga, si era esto lo que me esperaba al final del camino.
Con los años la mujer tuvo un hijo, pero aquella mujer por primera vez en su vida pecó de orgullo, le pidió al Dios del universo un niño bueno, un niño religioso, un niño del paraíso.
El niño nació pero era un niño que no hablaba, ni sentía, ni se conectaba con el mundo, como una planta a la que solo hay que regar para que esté sana y crezca, pero de la que no se puede esperar mas reacción que la de ser un mero objeto, un niño perdido en el mundo caotico del autismo.
Y la mujer volvió a llorar como cuando era niña. Y la voz le dijo: ¿De que te quejas? ¿Acaso no pediste un niño del paraíso? Pues eso es lo que se te ha dado, un niño al que jamás se le pedirán responsabilidades, al que jamás se le juzgaran sus actos sean cuales sean, alguien que entrará al paraíso directamente y que tal vez hasta te arrastre con él y haga que se te perdonen tus muchos pecados.
Entonces la mujer se postro y dijo: Oh Allah, perdóname, pues solo tu eres el perdonador. Oh Allah consuélame, pues solo de ti viene el consuelo. Oh Allah guíame pues solo en tu misericordia encontrare la guía. Oh Allah haz mi camino fácil en esta vida y permíteme ser el mas humilde de tus siervos en el día en que no habrá mas sombra que la tuya.
Desde aquel día la mujer dejó de llorar y empezó a reír, pues cada vez que miraba a los ojos de su hijo veía en ellos la promesa del paraíso.
Que Allah nos facilite la dificultad, nos guíe al camino recto y nos conceda el consuelo del paraíso. Pues Allah concede la guía a quien quiere y a aquellos que en su desesperación y no esperando ya nada del mundo, alzaron sus ojos al cielo y le buscaron.
Hay muchas personas que no saben reír, les cuesta hacerlo o simplemente no tienen motivos para ello. La niña de nuestra historia tenía pocos motivos para reír, por eso nunca aprendió a hacerlo.
Por las mañanas iba a la escuela como todos los niños, pero luego a ella no la recogía nadie, sino que volvía siempre sola y tampoco volvía a su casa a disfrutar de su merienda y a jugar con sus muñecas, aquella niña se iba a un taller metalúrgico y taladraba medallas con una maquina de varias toneladas que a veces casi le aplastaba sus deditos. En aquella época el trabajo de los niños no estaba prohibido y si lo estaba nadie decía nada.
Por la noche volvía a su casa sola, y tampoco nadie la acompañaba a no ser el dolor de espalda de aquel cuerpecito aun no desarrollado que tenia que soportar un trabajo demasiado pesado.
Llegaba a su casa y cenaba una sopa de sobre y un huevo frito, mientras escuchaba los lamentos de su madre, los reproches , los gritos, mala hija, no vales lo que me cuestas, eres como tu padre, un vago, un criminal, eres mala, eres como él.
El padre de la niña era un miembro de un clan de la mafia, un contrabandista, un hombre malo, que con el tiempo también a ellas las abandonó.
La niña cenaba en silencio, escuchando los monólogos de la madre y luego se encerraba en su cuarto, intentando estudiar, a la niña le gustaba estudiar, eso le hacia olvidar su mundo y adentrarse en otros.
Cuando por fin se metía en la cama le costaba dormir, y empezaba a llorar, lloraba y lloraba hasta que no le quedaban lagrimas y luego rezaba, Oh Dios del universo, líbrame de esta situación, hazme crecer rápido, para que pueda irme de aquí, sálvame pues solo en tus manos está mi salvación.
Y había una voz que la decía: Ten paciencia, después de la dificultad viene la facilidad. Y escuchando esa voz tranquilizadora la niña se dormía.
Pero todo aquello que soportaba durante la semana no era nada al lado de lo que pasaba los sábados y domingos, los sábados y domingos venia aquel señor, entonces la cara de la madre se iluminaba, le cambiaba el carácter, ya no había de comer sopas de sobre ni huevos fritos, sino ricos manjares que aunque la madre no podía permitírselos los hacia para obsequiar a aquel señor, la niña podía comer, claro, pero el sabor de aquellos manjares se le antojaba clavos ardientes que le perforaban el estomago sabiendo lo que vendría después.
Cuando la madre no estaba o no miraba, el señor aquel le hacia a la niña unas cosas repugnantes que a la niña la hacían sentir asco de si misma, y si se lo contaba a la madre, ésta nunca la creía, la decía que era mala, que era mentirosa, que era como su padre.
Y por las noches volvía a llorar y volvía a rezar, esperando escuchar aquella voz, pero era otra voz muy distinta la que le decía: Termina de una vez, es muy fácil, encarámate a la ventana, salta, será muy rápido. Y la niña sacaba su pequeño cuerpo por la ventana, se sentaba en el alfeizar y miraba para abajo, si, realmente era muy fácil, luego miraba para arriba y veía el firmamento plagado de estrellas y se sentía pequeña, muy pequeña y se decía: Oh Dios del universo, quien soy yo para cambiar tus designios sino la mas pequeña e insignificante de tus criaturas. Oh Dios del universo, concédeme la paciencia y guíame al camino recto.
Luego recordaba la otra voz, después de la dificultad viene la facilidad, y volvía a entrar a dormir en su cama.
Y la niña tuvo paciencia, paso largos años rezando, llorando y encaramándose a la ventana, luchando entre saltar o quedarse simplemente allí, contemplando en el firmamento la grandeza del Dios del universo, y esperando, aun no sabia el que, pero deseando encontrar aquello que por fin la salvara de la maldad del mundo y del vacío de si misma.
Y llegó el día en que vino por fin la facilidad, el día en que al fin la niña que ya era mujer tuvo el consuelo, la paz y la recompensa, pues Allah, el Dios de universo le concedió la guía, el refugio, la paz y el consuelo. Le dio el inmenso regalo del Islam.
Y aquella niña, ahora mujer, se postró y dijo: Oh Dios del universo, que pocas fueron mis dificultades, que breve fue mi pena, que ligera mi carga, si era esto lo que me esperaba al final del camino.
Con los años la mujer tuvo un hijo, pero aquella mujer por primera vez en su vida pecó de orgullo, le pidió al Dios del universo un niño bueno, un niño religioso, un niño del paraíso.
El niño nació pero era un niño que no hablaba, ni sentía, ni se conectaba con el mundo, como una planta a la que solo hay que regar para que esté sana y crezca, pero de la que no se puede esperar mas reacción que la de ser un mero objeto, un niño perdido en el mundo caotico del autismo.
Y la mujer volvió a llorar como cuando era niña. Y la voz le dijo: ¿De que te quejas? ¿Acaso no pediste un niño del paraíso? Pues eso es lo que se te ha dado, un niño al que jamás se le pedirán responsabilidades, al que jamás se le juzgaran sus actos sean cuales sean, alguien que entrará al paraíso directamente y que tal vez hasta te arrastre con él y haga que se te perdonen tus muchos pecados.
Entonces la mujer se postro y dijo: Oh Allah, perdóname, pues solo tu eres el perdonador. Oh Allah consuélame, pues solo de ti viene el consuelo. Oh Allah guíame pues solo en tu misericordia encontrare la guía. Oh Allah haz mi camino fácil en esta vida y permíteme ser el mas humilde de tus siervos en el día en que no habrá mas sombra que la tuya.
Desde aquel día la mujer dejó de llorar y empezó a reír, pues cada vez que miraba a los ojos de su hijo veía en ellos la promesa del paraíso.
Que Allah nos facilite la dificultad, nos guíe al camino recto y nos conceda el consuelo del paraíso. Pues Allah concede la guía a quien quiere y a aquellos que en su desesperación y no esperando ya nada del mundo, alzaron sus ojos al cielo y le buscaron.
No hay comentarios:
Publicar un comentario